Bastaron dos peldaños y el medio metro que separaba a la baranda de la escalera y la pared. Hasta esa calurosa siesta jamás había oído su voz y desde ese instante crucial comprendí que deseaba escucharla por el resto de mis días. Fue apenas un "hola, qué tal" que me dejó pasmado y ansioso por transformar esos vocablos en términos más íntimos.
Fue entonces cuando supuse que existe eso del amor a primera vista y me dispuse a entregarme de cuerpo entero, aún a sabiendas de que el riesgo era tan superior como mi apetito por sus manos.
Tembloroso, palpé su cintura y tuve que obligarme a ser capaz de soltarla, consiente que sería por unos instantes y absolutamente persuadido que aquel vientre sería sólo mío por el resto de mi existencia.
Ese instante duró apenas dos días, en los que me dispuse a abandonar los vicios que fui sembrando a lo largo de mi hasta ese momento, escabroso disfraz. Fueron 48 horas de puro vértigo en los que busqué como nunca antes intoxicarme con mi propio pecado, como los cachorritos a los que sus dueños les enseñan la importancia de no llenar la sala con sus desechos, haciéndoles comer su propia mierda.
Quise ser capaz de detestar todas las realidades que me hicieron esto. Traté de no pensar en ella para evitar sentir culpa y me entregué a las fauces del vicio con la voracidad de los discípulos en la última cena junto a su maestro. Era el último sacrificio.
Los primeros meses se agotaron en segundos y ambos nos consumimos mutuamente sin que ninguno se atreviera a dar el primer paso por fuera de nuestro círculo, que a pesar de que achicaba con cada ajuste, nos seguía perteneciendo. Caminamos, retozamos, birlamos compromisos, abjuramos y volvimos a ser con la fantasía de que el primitivo contacto de pasillo fue sin lugar a dudas una trampa que el destino nos preparó para demostrarnos que a pesar de todo, algo nos tenía preparado.
Hoy, presiento y agradezco. Nos perdono y tal vez lo volvería a repetir. O no.
Casi me caso con un retrato.
Fue entonces cuando supuse que existe eso del amor a primera vista y me dispuse a entregarme de cuerpo entero, aún a sabiendas de que el riesgo era tan superior como mi apetito por sus manos.
Tembloroso, palpé su cintura y tuve que obligarme a ser capaz de soltarla, consiente que sería por unos instantes y absolutamente persuadido que aquel vientre sería sólo mío por el resto de mi existencia.
Ese instante duró apenas dos días, en los que me dispuse a abandonar los vicios que fui sembrando a lo largo de mi hasta ese momento, escabroso disfraz. Fueron 48 horas de puro vértigo en los que busqué como nunca antes intoxicarme con mi propio pecado, como los cachorritos a los que sus dueños les enseñan la importancia de no llenar la sala con sus desechos, haciéndoles comer su propia mierda.
Quise ser capaz de detestar todas las realidades que me hicieron esto. Traté de no pensar en ella para evitar sentir culpa y me entregué a las fauces del vicio con la voracidad de los discípulos en la última cena junto a su maestro. Era el último sacrificio.
Los primeros meses se agotaron en segundos y ambos nos consumimos mutuamente sin que ninguno se atreviera a dar el primer paso por fuera de nuestro círculo, que a pesar de que achicaba con cada ajuste, nos seguía perteneciendo. Caminamos, retozamos, birlamos compromisos, abjuramos y volvimos a ser con la fantasía de que el primitivo contacto de pasillo fue sin lugar a dudas una trampa que el destino nos preparó para demostrarnos que a pesar de todo, algo nos tenía preparado.
Hoy, presiento y agradezco. Nos perdono y tal vez lo volvería a repetir. O no.
Casi me caso con un retrato.
(Publicado en el diario PRIMERA EDICIÓN)
1 comentario:
simplemente y complejamente maravilloso
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