sábado, 5 de septiembre de 2009

Las soledades compartidas

“Suelo elegir a mis amigos entre la gente triste…”

Al parecer, se trata de un amague, nada más. Santa Rosa sigue lejos y entonces, la noche se presenta propicia para los vicios y el pecado. El amigo extiende el dedo índice en clara señal para que el mozo se presente. Julio es hombre de whiski en las rocas, disfruta del bullicioso silencio del hall del casino mientras observa el devenir de las majas, que se ofrecen como consuelo de una noche. Tiene razón el poeta, hay amores que pueden ser eternos hasta que salga el sol. Amores tan puros que no le dan tiempo a las mañas y donde la cobardía no llega a ser un puñal. Amor.
Junto a la bebida llegan escuetas palabras que no se dicen, pero sugieren y dan a entender hacia dónde apunta la confesión. “No conozco un bohemio al que no le guste el juego”, se despacha mientras juega con una de las piedras de su vaso. Fichas, humo, tragamonedas, desesperados, suicidas, putas, todos confluyen en el mismo patio. Todos buscan la salvación eterna, sin suerte, porque seguirán con su ¿infructuosa? peregrinación. Es en ese punto donde se encuentra la línea que los une: son semejantes a buscadores de tesoros imposibles. Lo realmente trascendente no son las joyas, sino los senderos que se van acumulando. “Se trata de lazos invisibles con poderes ocultos. Fuerzas que nos contienen en el anhelo y el deseo de que la noche tenga un final feliz”, dicen sus ademanes bukownianos en lo que parece ser una plegaria al dios de la alfombra verde.
Se aproxima una rubia de pechos urgentes y manos insinuantes. Sin necesidad de abrir la boca, ambos saben cuál será el final. Ella busca la puerta y él la sigue despidiéndose en el andar. Ya está todo dicho. Después del amor cada uno se alejará en procura de su soledad. Julio coincide en que no hay mejor amanecer que su compañía.

(Publicado en el diario PRIMERA EDICION)

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