En cuanto sintió el roce de su piel, se estremeció sin disimular. Frunció el entrecejo y se le notó cierto fastidio porque el perfecto desconocido derribó una parte de la muralla. Esa misma que tanto le costó edificar. El muro de las apariencias donde cada ladrillo no representaba más que cierta visión masoquista que pretendió fabricar del amor. “No puede ser”, pensaba mientras se dejaba llevar, contra su voluntad, por aquellas manos sedientas y por el par de labios que le producía cosquillas, en ese tramo de la noche, hasta en el más profundo de sus prejuicios.
Acorralada por su propio deseo, intentó en vano poner las cosas en su lugar. No había razón para que la dominasen de ese modo tan poco contemplativo para con sus fortalezas. Pero algo dentro suyo la había abandonado y no hubo entidad superior que la pudiese rescatar. Sintió cómo la levantaban y arrastraban hasta el lecho como si se tratara de un simple objeto del que pensaban sacar provecho. Resignada, comprendió que le sería imposible sobrellevar los bajos instintos y pretendió el consuelo de creer que inmediatamente después del placer, todo volvería a la normalidad. Se dejó hacer.
Ambos cerraron los ojos y entrelazaron los cuerpos en una búsqueda desesperada por las sábanas. Paso a paso y a tientas en la oscuridad traspusieron la amplia habitación, rodeada de la espesura de un sin número de silencios. Únicamente la respiración entrecortada y el jadeo de los cuerpos permitían reconocer a los amantes en la previa de la faena.
Ellos se sentían prisioneros, él de su incontenible calor, ella de sus temores y anhelos contradictorios donde por un lado pretendía regresar al estado donde más segura se sentía y por el otro, unas ansias descomunales de apreciarlo dentro suyo; sin contemplaciones, pero con la fuerza suficiente para permitir el gozo supremo. Recostados en el limbo construyeron un amor sencillo y elocuente; con evidentes signos de un voraz apetito mutuo. Apetito que pareció no tener fin durante el lapso que los cobijó bajo un mismo abrigo que incluso, llegó a derretir el lento lagrimeo del tic- tac...
“¿Habré soñado?”, se preguntó entre risas mientras extendía su brazo izquierdo. Con el tacto recorrió los pliegues de la ausencia y luego de tanto batallar contra el goce enfrentó a la frialdad del abandono. Volvió en sí e hizo un pacto con ella misma. Se prometió que en breve los amantes no serían más que un buen recuerdo.
Acorralada por su propio deseo, intentó en vano poner las cosas en su lugar. No había razón para que la dominasen de ese modo tan poco contemplativo para con sus fortalezas. Pero algo dentro suyo la había abandonado y no hubo entidad superior que la pudiese rescatar. Sintió cómo la levantaban y arrastraban hasta el lecho como si se tratara de un simple objeto del que pensaban sacar provecho. Resignada, comprendió que le sería imposible sobrellevar los bajos instintos y pretendió el consuelo de creer que inmediatamente después del placer, todo volvería a la normalidad. Se dejó hacer.
Ambos cerraron los ojos y entrelazaron los cuerpos en una búsqueda desesperada por las sábanas. Paso a paso y a tientas en la oscuridad traspusieron la amplia habitación, rodeada de la espesura de un sin número de silencios. Únicamente la respiración entrecortada y el jadeo de los cuerpos permitían reconocer a los amantes en la previa de la faena.
Ellos se sentían prisioneros, él de su incontenible calor, ella de sus temores y anhelos contradictorios donde por un lado pretendía regresar al estado donde más segura se sentía y por el otro, unas ansias descomunales de apreciarlo dentro suyo; sin contemplaciones, pero con la fuerza suficiente para permitir el gozo supremo. Recostados en el limbo construyeron un amor sencillo y elocuente; con evidentes signos de un voraz apetito mutuo. Apetito que pareció no tener fin durante el lapso que los cobijó bajo un mismo abrigo que incluso, llegó a derretir el lento lagrimeo del tic- tac...
“¿Habré soñado?”, se preguntó entre risas mientras extendía su brazo izquierdo. Con el tacto recorrió los pliegues de la ausencia y luego de tanto batallar contra el goce enfrentó a la frialdad del abandono. Volvió en sí e hizo un pacto con ella misma. Se prometió que en breve los amantes no serían más que un buen recuerdo.