Nunca creyó que la música que abrazó desde chiquito le jugaría una mala pasada. Las mesas ya habían sido levantadas y apiladas a un costado, todo el espacio que se pudiera ganar era bienvenido para el baile tan programado entre las dos familias de la villa. En el fondo a toda la cuadra le puso feliz que la historia tuviera un final como éste.
Acompañando el vuelo rasante de los novios en pleno vals, las palmas de los invitados formaron un cerrado coro de alegría, interrumpido de vez en cuando por algún que otro sapucay. La celebración, tal y como soñaron desde que proyectaron vivir en pareja, incluyó al barrio en su totalidad. Festejo comunitario del que ningún vecino pudo quedar excluido, similar a los días de militancia y solidaridad. Atrás había quedado la etapa oscura y con la democracia recuperada, hasta las celebraciones más íntimas parecían merecer una fiesta popular. Al menos eso es lo que entendió la joven pareja formada unos seis años antes, sin descontar el tiempo en que él estuvo preso por su militancia estudiantil.
Inmediatamente después del vals, la improvisada pista de baile se convirtió en el centro de la fiesta gracias el conjunto donde aquel hábil acordeonista no paraba de seducir a las teclas de su fuelle con una maestría envidiable. Parecía abstraído del mundo, alejado de los que se desarrollaba a su alrededor cuando se sintió rodeado.
Abrió los ojos y enfrente halló un rostro que le pareció familiar. Quiso preguntar por qué le hicieron parar la música pero el padrino de la boda ya se le había adelantado tomando el micrófono. Con tono amable y monocorde el padrino sugirió que tocara Kilómetro 11 para acompañar una historia. El pasado afloró sin pedir permiso como el callado llanto del artista. El silencio le ganó al bullicio de los festejos y permitió que el padrino desenmascarara al músico y su cómplice pretérito.
En minutos el acordeón se transformó en la cruz del penitente por culpa del caprichoso destino. O la vida, que los volvió a poner cara a cara en aquella humilde fiesta en la que los roles sufrieron una leve transformación: ellos ya no ya no se encontraban amarrados a una vieja cama metálica y en cambio, era él quien estaba obligado a ejecutar la misma melodía a la que antes hizo pasar de himno a cómplice para callar los gritos que provenían del pozo. Las cicatrices tuvieron su metamorfosis y fueron devueltas a los primeros planos. Repetir la misma canción tres veces por cada víctima pareció poca revancha para la historia.
Aunque el verdugo haya ocultado los gritos con su cadencia, el chamamé no se mancha.
Acompañando el vuelo rasante de los novios en pleno vals, las palmas de los invitados formaron un cerrado coro de alegría, interrumpido de vez en cuando por algún que otro sapucay. La celebración, tal y como soñaron desde que proyectaron vivir en pareja, incluyó al barrio en su totalidad. Festejo comunitario del que ningún vecino pudo quedar excluido, similar a los días de militancia y solidaridad. Atrás había quedado la etapa oscura y con la democracia recuperada, hasta las celebraciones más íntimas parecían merecer una fiesta popular. Al menos eso es lo que entendió la joven pareja formada unos seis años antes, sin descontar el tiempo en que él estuvo preso por su militancia estudiantil.
Inmediatamente después del vals, la improvisada pista de baile se convirtió en el centro de la fiesta gracias el conjunto donde aquel hábil acordeonista no paraba de seducir a las teclas de su fuelle con una maestría envidiable. Parecía abstraído del mundo, alejado de los que se desarrollaba a su alrededor cuando se sintió rodeado.
Abrió los ojos y enfrente halló un rostro que le pareció familiar. Quiso preguntar por qué le hicieron parar la música pero el padrino de la boda ya se le había adelantado tomando el micrófono. Con tono amable y monocorde el padrino sugirió que tocara Kilómetro 11 para acompañar una historia. El pasado afloró sin pedir permiso como el callado llanto del artista. El silencio le ganó al bullicio de los festejos y permitió que el padrino desenmascarara al músico y su cómplice pretérito.
En minutos el acordeón se transformó en la cruz del penitente por culpa del caprichoso destino. O la vida, que los volvió a poner cara a cara en aquella humilde fiesta en la que los roles sufrieron una leve transformación: ellos ya no ya no se encontraban amarrados a una vieja cama metálica y en cambio, era él quien estaba obligado a ejecutar la misma melodía a la que antes hizo pasar de himno a cómplice para callar los gritos que provenían del pozo. Las cicatrices tuvieron su metamorfosis y fueron devueltas a los primeros planos. Repetir la misma canción tres veces por cada víctima pareció poca revancha para la historia.
Aunque el verdugo haya ocultado los gritos con su cadencia, el chamamé no se mancha.
Publicado en el semanario Día7 el 18/07/10