Ya sé. Todos me van a cuestionar, desde mamá hasta Roberto, el cura del barrio. Ni hablar de la Rita, que ya había organizado todo para el primer agasajo de mi primer recreo de 24 horas, fuera de estos barrotes. Me los imagino, con ojos fustigadores diciendo que fui un inconsciente y que cómo pudo ser que no aguanté. Es comprensible, sólo faltaban 15 días. Pero la tentación pudo más.
La noche anterior tuve un sueño que me dejó dando vueltas en la cama, en ese momento deseé como nunca ser libre de poder permanecer entre las cobijas sin que ningún arrogante uniformado dispusiera de mi tiempo. Hay quienes dicen que los sueños son una premonición, y les juro que lo mío fue aún más allá. Me ví rodeado por mis amigos, de toda la vida, los que me advirtieron que la junta del colegio me podía llevar por mal camino. Aunque no estoy muy de acuerdo con esa afirmación –el único que decidió por si mismo, como siempre, fui yo- extraño mucho su compañía y en lo onírico que resultó la previa del comienzo del fin, nos ví en la despensa de doña Rosa, disfrutando de un sándwich de humeante pan casero, una manteca irresistible y unas cuantas fetas de salchichón en el medio.
Nunca me pasó algo similar y les aclaro a los que no me conocen, que llevo muchos días en la prisión, encerrado dentro del encierro, todo para cumplir con la primera meta: obtener el rótulo de “buena conducta” que me permita salir antes de tiempo. Y hasta esa mañana lo estaba logrando. Tanto, que los guardias se tomaban algunas licencias mientras nosotros carpíamos el tosco terreno para complacer al director, que insistía con que teníamos que producir nuestros propios alimentos –o parte de ellos-. Les pido que no me juzguen. Cuando me dí cuenta que el portón no tenía el candado de siempre, aproveché. Corrí como nunca antes en busca de alguna despensa. Aunque las crónicas policiales de los periódicos digan que me fugué y se tomen con sorna la situación, yo sé muy bien lo que buscaba. Era eso y nada más.
Ahora que descanso los brazos sobre los fríos barrotes me doy cuenta. Pensar que todo fue por unas fetas.
La noche anterior tuve un sueño que me dejó dando vueltas en la cama, en ese momento deseé como nunca ser libre de poder permanecer entre las cobijas sin que ningún arrogante uniformado dispusiera de mi tiempo. Hay quienes dicen que los sueños son una premonición, y les juro que lo mío fue aún más allá. Me ví rodeado por mis amigos, de toda la vida, los que me advirtieron que la junta del colegio me podía llevar por mal camino. Aunque no estoy muy de acuerdo con esa afirmación –el único que decidió por si mismo, como siempre, fui yo- extraño mucho su compañía y en lo onírico que resultó la previa del comienzo del fin, nos ví en la despensa de doña Rosa, disfrutando de un sándwich de humeante pan casero, una manteca irresistible y unas cuantas fetas de salchichón en el medio.
Nunca me pasó algo similar y les aclaro a los que no me conocen, que llevo muchos días en la prisión, encerrado dentro del encierro, todo para cumplir con la primera meta: obtener el rótulo de “buena conducta” que me permita salir antes de tiempo. Y hasta esa mañana lo estaba logrando. Tanto, que los guardias se tomaban algunas licencias mientras nosotros carpíamos el tosco terreno para complacer al director, que insistía con que teníamos que producir nuestros propios alimentos –o parte de ellos-. Les pido que no me juzguen. Cuando me dí cuenta que el portón no tenía el candado de siempre, aproveché. Corrí como nunca antes en busca de alguna despensa. Aunque las crónicas policiales de los periódicos digan que me fugué y se tomen con sorna la situación, yo sé muy bien lo que buscaba. Era eso y nada más.
Ahora que descanso los brazos sobre los fríos barrotes me doy cuenta. Pensar que todo fue por unas fetas.
(Publicado en el diario PRIMERA EDICION)